Mayo del dos mil diecisiete
El centro histórico a la hora de comer. Tres de la tarde; la gente va y viene, igual que los olores que hacen a las tripas gruñir porque denotan la diversidad de alimentos que se pueden consumir por estos lares. Caminaba apresurada por Moneda y al llegar al Zócalo te vi. Ibas montado en bici, esa que heredaste de tu madre. Vaya loco. Estamos en contingencia ambiental y tú como si nada, esquivando carros y a uno que otro peatón suicida (en el centro abundan). No te pude gritar. En realidad no quise hacerlo, preferí guardarte en mi mente así, fugaz. Apenas unos segundos ... cuatro, tres, dos, uno y no eras más que un puntito lejano, difícil de distinguir por entre los rayos del sol/ la neblina artificial que nos nubla los ojos.
Mayo del dos mil dieciséis
A falta de mar y barcos, decidimos emprender el viaje romántico en trolebús. Es que estos meses que la ciudad ha estado lo que le sigue de contaminada, todos los RTPs, trolebuses y el tren ligero están gratis.
Atravesamos la ciudad de oriente a poniente en el suave andar del trole (que con sus antenas conectadas a los cables de luz parece chapulín). Recargas tu cabeza en mi hombro y cuando comienzas a mover tus dedos involuntariamente sé que estás ya dormido. Mi querido marinero con olor a suavitel.
Ya casi llegamos a la terminal y me da pena despertarte. Hay mucho tráfico; eso te dará algunos minutos más para seguir soñando... ¿en qué? Quizá que paseas a tu perro por las calles torcidas de tu barrio. Caifán todo ansioso y tú con ganas de mirar el cielo (suerte que en el sueño la ciudad no está en contingencia ambiental). El semáforo cambia al verde y yo me imagino que es el viento en las velas de nuestro barco el que nos hace avanzar... tal vez un día.
Mi querido marinero con olor a suavitel. Esa frase me encantó.
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