Mil novecientos ochenta y siete
Mis papás se casaron un miércoles 23 de diciembre. Yo sé, un día muy extraño. Cuando fueron a pedir la misa en la iglesia, encontraron que los sábados que le restaban al año ya estaban ocupados. "Yo no sé por qué todos quieren casarse sábado o domingo, habiendo tantos otros días" comentó el padre. "Ah, pues entonces casémonos entre semana". Y así fue.
A mis papás, como a muchas otras parejas del mundo, les pasó lo que al piojo y la pulga de la canción. Ya casi que no se casan porque no tenían dinero, pero salieron al "rescate" los padrinos. Mi tío donó un borrego, mis tías hicieron el pastel, la mamá de mi mamá el arroz, y los papás de mi papá el vestido de la novia. Fue una fiesta sencilla, en la casa donde creció mi padre. Por las fotos que he visto, sé lo mucho que se divirtieron los invitados.
Al día siguiente estaban ya en el departamento que comenzaron a alquilar cerca del metro Chapultepec, cuando no había edificios de 50 pisos en los alrededores. Era nochebuena y no tenían ni luz, ni gas, ni muebles, así que fueron a la rosticería de la esquina, compraron un pollo y lo cenaron sentados en el suelo, usando una caja de cartón por mesa.
Dos mil trece
Es muy chistoso, yo no sabía que en nochebuena se debe ir a la iglesia. Lo supe hasta hace unos años, cuando un veinticuatro de diciembre, desde la cocina de la mamá de mi mamá (un tercer piso), divisé las torres de una iglesia barroca. Me intrigó porque mi abuela vive en el norte de la ciudad, donde las iglesias son mucho más recientes. Le pregunté y ella me contó que comenzaron a construirla cuando ella era niña. "Si quieres vamos a verla" se ofreció y yo luego luego le dije que sí.
Más tardecito, después de comer, emprendimos la caminata. Antes de salir, mi tía nos dio su niño dios para que lo lleváramos a bendecir. "Bueno, está bien" pensé, sin agarrar la onda. Caminamos hacia el sur, por las calles amplias donde ella creció. Cómo me gusta su barrio de casas de uno o dos pisos. Cómo me gusta el mercado y los vasos de yogurth con fruta que venden ahí. Íbamos platicando de sus andanzas de joven en los salones de baile del rumbo, de las gitanas que hace muchos años tocaban a las casas preguntando si querían que les leyeran la mano. Atravesamos el circuito, el antaño río Consulado que ella recuerda vivo. Seguimos un poco más.
Después de treinta y cinco minutos llegamos. La iglesia, sí, bonita. Entramos y ahí fue donde lo comprendí todo. Vi a mucha gente con sus niños dios; es costumbre ir a misa en ese día tan importante. Nos acercamos a la pila de agua bendita. Saqué al niño dios de mi tía y y le hundí la cabeza en el agua. Me reí y mi abuela conmigo. Y en eso que sale un muchacho de quién sabe dónde. Me regañó: "No, así no. Debes hacerlo con cuidado. Así, mira" y me mostró cómo. "Ah oc" pensé aguantándome la risa.
Volvimos contentas, con un niño bendito, un aprendizaje y el bonito recuerdo de la última vez que mi abuela quiso platicarme su pasado.
Dosmil quince
Nos quedamos de ver en el metro Eduardo Molina a eso de las 4 de la tarde. Yo me escapé de la casa de mi abuela mientras todos comían (lo que sucede es que ahí el festejo de nochebuena comienza desde temprano, cuando mi mamá y sus hermanas se reunen a cocinar,comen y luego cenan). Lo vi y como era natural en esos días, el corazón me bailaba en el pecho. Le llevé unas tortitas de camarón y él me dio unos aretes verdes. Quizá suene normal, pero para mí fue algo muy lindo y extraño. En casa nunca nos regalamos cosas en esa fecha. Ni ponemos arbolito de navidad, ni corona de adviento en la puerta, ni todas esas cursilerías de Santa Claus y nieve artificial.
Entonces estaba ahí, recibiendo los aretes verdes más bonitos de la historia. Me sentí como Akane en el capítulo "Una navidad sin Ranma". Luego fuimos por una paleta de hielo y jugamos maquinitas antes de que se hiciera de noche.
...Ah, se me olvidaba, justamente regalé los aretes verdes casi un año después.
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