Busco un pedazo de silencio donde descansar y lo encuentro en una banca de cemento afuera de mi casa. La verdad es que no es silencio lo que me rodea: cada dos minutos un avión pasa por encima de mi cabeza. No puedo huir de eso así me esconda debajo de la cama, por eso finjo no escuchar nada. Desde pequeña me enseñaron que se piensa mejor en silencio... y yo lo que necesito ahora es pensar.
Tengo el cerebro aplastado, maltrecho. Como si hubiese sido invadido por hormigas exploradoras en busca de azúcar. No la encuentran, claro. Porque la poca azúcar que tenía se fue en las palabras sin sentido que te escribí anoche.
Una paleta de hielo, hielo, mañana fría, corazón congelado. Me pregunto si los muñecos de nieve sienten amor (al parecer no). Despierto en un mar de libros, ropa, sueños, tazas de té... mi cama destendida.
El mundo avanza en piloto automático; una micro, dos ancianos, tres minutos, cuatro pesos, cinco lugares libres, seis tamales, siete limosneros, ocho vagones, nueve escalones, diez kilómetros para llegar a la escuela.
No comprendo nada. Ni tus silencios ni mis palabras. Mueves la boca y alcanzo a entender: multi, culti, pluri y me vuelvo loca. Me peleo con mi celular porque no recibo tu llamada, él en venganza se esconde en mi mochila revuelta. Busco, busco, me pico el dedo, busco, lo tomo, lo pierdo. Pierdo la paciencia, las esperanzas. Y así pasa el tiempo: lo cuento por las hormigas que tengo en el cerebro (entre más tengo, más cerca estoy del fin del mundo).
Conservar por conservar... no tiene ningún sentido ¿para que mantener algo que ya no funciona socialmente? Pensándolo con calma, no encuentro una buena justificación para conservar tu recuerdo.
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