18 de junio de 2014

Tornillo sin fin

Un té de jazmín, el boleto de un tren que ya no existe, cientos de abrazos vespertinos, tres arcoiris, una caminata maratónica por el centro, mensajes de aliento, té de toronjil, un pulque de piñón, canciones-esperanza, un chocolate, cinco poemas de amor, despedir a mi marinero, una cumbia de fondo, la última foto... tiempo. 

A la pregunta por la cura del mal de amores, todas las respuestas concluyen en eso: tiempo.

Sucedió en primavera. Sin saberlo, él se fue colando en mis pensamientos. Y cuando me di cuenta, ya estaba perdida en sus ojos. Todavía me recuerdo ese domingo hace un mes, con el corazón roto, pensando en cómo sobreviviría el final del semestre. Fueron días terriblemente oscuros, de tormenta, de marea alta. 

Y así, náufraga, perdida en la isla del olvido, mandé un mensaje de auxilio en una botella. Las respuestas llegaron una por una: el saberme acompañada. Esos amigos (nuevos, viejos) que me he encontrado en el camino, ante el fin del mundo, fueron los que me conectaron a tierra firme.

Casi es verano. Y aunque no deja de llover, ya no me encuentro perdida: miro la lluvia desde una  estación del metro. Ahora me toca a mí partir... pero antes debo agradecer. El mundo no se acabó porque es como un tornillo sin fin. Algo, sin embargo, se termina. Porque para cambiar hay que olvidar. Lo quiero, pero no es suficiente. Tal vez las golondrínas no vuelvan y me siento feliz por saberlo, porque aquello que vi en sus ojos y que me gustó tanto, fue mi reflejo.

Los recuerdos de esta primavera, cuarto semestre, la mejor clase del mundo, los nuevos amigos, el trabajo de campo, dar clases de historia, los cielos despejados, las pláticas, los debates, las jacarandas, mis primeras prácticas de campo, él irrumpiendo en mi vida... todo eso lo guradaré con cariño porque es mío, es una parte de mí: Susana, la chica pequeña que hoy es mucho más grande que ayer. 




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